Mendel no hacía más que poner verdes a los monjes de su monasterio. Pero no de un verde cualquiera: ¡era un verde guisante! En su huerto ya no cabía ni media lechuga... ¡Sólo guisantes! Los pobres monjes los tenían que mojar en la leche del desayuno, comer, merendar y cenar. Así fue cómo, después de cultivarlos a toneladas, Mendel, terminó ganándose la confianza de los guisantes... y éstos le susurraron al oído uno de los secretos mejor guardados de la naturaleza.
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